En líneas generales, los recuerdos escolares del mes de mayo son mayormente borrosos, difusos, y somnolientos. Aparecen en un tono sepia y monocorde asociado a algún aburrido docente de historia cuyas clases se soportaban con resignación.
Fue asombroso el descubrir esa revolucion de mayo con olor a pueblo transpirado y el vértigo de la sangre espesa. Ese mayo de puñales y virulencia donde las emociones oscilaban entre la adrenalina y el pánico. Ese mayo cargado de emoción donde se disputaba el futuro a sablazos no tiene ni tuvo nada que ver con las empanadas y los pastelitos. Las escarapelas se repartían igual que los facones y las primeras servían para que no ser atravesados por los segundos si la cosa de ponía salada. Aunque entendí que durante la infancia la imagen de los sucesos de mayo se edulcore un poco, siempre me pregunte por que fue tan tergiversada durante los estudios de la adolescencia. Y es que claro, la aceptación cuasi dogmática del Estado como único hacedor de la violencia legítima, si bien es en cierto punto salvaguarda del impredecible y cruento espiral de la violencia social, es también moldeador de una historia oficial del consenso entre poderosos y subyugados que pretende mantener un orden establecido donde cada cual ocupe su lugar sin correrse nunca demasiado de los márgenes.
La balanza que mantenga un equilibro ante el destape de la caja de pandora es, ciertamente, un asunto complejo.
Pero volviendo a ese mayo intenso de hace 210 años, donde un puñado de chiflados de los cuales la mayoría se perdió en los anaqueles de la historia, sin pedir por favor ni permiso, sacudió irreversiblemente el sistema de gobierno con violenta determinación, dando forma a la revolucion de mayo. Una revolucion, ni pastelitos ni empanadas, una revolucion.
French y Beruti, faca al cinto entre la muchedumbre que apretaba los dientes en la puerta del Cabildo, Belgrano, Castelli y Moreno puertas adentro dando el ultimátum, el Virrey Cisneros se va o la gente que esta afuera entra. La iglesia tomando posesión: “mientras hasta que haya un sapo en el trono, debemos fidelidad al rey”.
Querido Rey, las pelotas.
Al cabildo habían sido invitados 500 vecinos a fingir que decidían sobre el destino de un virreinato con 400.000 habitantes.
El 0,1% de la población.
Hoy, la Argentina de 44 millones de habitantes, da la pelea por cobrarle un impuesto a extraordinario a 12.000 que acumulan las mayores fortunas del país.
Un 0,03, de la población.
Hace 200 años que nos corren el arco. Hace 200 años que, salvando honrosas excepciones que la memoria popular guarda con recelo, nos corren el arco de la discusión por la repartija de la torta que nos corresponde a cada uno y cada una sobre esta tierra y bajo este sol.
La población se acrecienta pero el poder y la riqueza lejos de compartirse se contrae aun mas.
Los tiempos que corren, donde el progreso de la humanidad es innegable y los derechos conquistados una bocanada de equidad entre tanta injusticia, es imprescindible con confundir el culo con las temporas y llamar a las cosas por su nombre.
Escapar de las discusiones estériles entre fascistas disfrazados de republica y oscurantistas con discurso liberal empieza a ser una obligación.
Contar la riqueza de la historia donde los pueblos sangran a través de sus hombres y mujeres dispuestas a escribirla, es menester para intentar poner el arco en su lugar a pesar de tanto esfuerzo por sacarlo de vidriera.
Paradojas.
Juan Jose Castelli, el decidor de la verdad, muere de un cáncer de lengua siendo ya un leproso político.
Mariano Moreno, el fuego de la revolucion, muere envenenado en alta mar.
Manuel Belgrano, uno de los mas ricos en espíritu revolucionario, muere en la pobreza de aislamiento político de quienes luego pondrían su busto en plazas monumentos y escuelas.
La revolucion, como siempre se trunco desde adentro, pero dejo el antecedente histórico de la búsqueda de la felicidad colectiva que produce la igualdad de oportunidades y la libertad de vivir dignamente con la frente en alto.
El objetivo de la revolucion y la política era, es y será, la alegría del pueblo.
Y al igual que hace 200 años, ese sueño es el sueño de la Patria Grande, donde no alcanza con que a uno le alcance, sino donde la felicidad del pueblo hermano vale lo mismo que la mia.
Como dice Andrés Rivera, la revolucion sigue siendo el sueño eterno para que la felicidad sea realmente el derecho de todos y no la propiedad privada del que lo puede comprar.
Ya van 210 años. En eso estamos.